Dos puños contra el hastío

Como estoy más apocalíptico que nunca, me puse a bucear en los recuerdos para ver si salgo a flote. El resultado es una enorme y agridulce nostalgia por todo. Pero como mi Apocalipsis Now me está aletargando los dedos, voy a detenerme únicamente en algo que acaba de sopapearme la cara, así, plaf plaf, de un lado a otro, con la palma y el dorso de la mano, en una suerte de embestida baguala de los recuerdos. La cachetada me llevó a un invierno en el living de la casa que teníamos en Parque del Plata, pero me podría haber trasladado al cine de Lascano o a cualquier otro lugar donde estuvieran pasando una película de aquel gordo y aquel flaco que arreglaban todo a trompada limpia: Bud Spencer y Terence Hill. Uno más grandote que el otro, pero enormes los dos. Sólo el hecho de pensarme mirando una de esas interminables orgías de piñazos me hace sentir mejor. Puta madre, qué bueno que estaban los instantes previos a la pelea. Ahora se me ocurre imaginarlos en un bar. El gordo desprolijo de barba negra y espesa al lado del flaco rubio impecable con hoyuelo en el mentón. Los dos están sentados en la barra de algún lugar salpicado de la estética y el encanto de los gloriosos años 70, la mejor década de la historia. Uno, con muy pocas pulgas, trata de manducarse una obscenidad de alimento. El otro, de sonrisa irónica y siempre listo para el pleito, tira el anzuelo hasta que algún torpe villano, con irresistible cara de infeliz, muerde el piolín. Y ahí arranca la historieta. Vuelan las sillas y las mesas por encima de la cabeza de un gordo inmutable que sólo atina a ponerle un poquito más de sal a la comida mientras el caos se desata a sus espaldas.
Y yo no puedo hacer otra cosa que mirar atento, expectante, relamiendo el mejor momento de la película: la reacción del gigante. Sabía que se hacía esperar, pero siempre llegaba algún idiota a moverle el plato. Lo que seguían eran caras de pánico y una catarata de tortazos sincronizados. El eterno gag físico en su mejor expresión. Hicieron muchas películas, fueron cowboys, policías, cazadores, curas, atorrantes. Todas eran iguales pero distintas. Los italianos sabían hacer comedias.
En tren de elegir uno de los tantos escenarios donde disfruté de estos inmensos filmes, hoy prefiero acordarme de aquel invierno en Parque del Plata. Estufa a leña prendida y risas que retumbaban en la casa vacía. Aquella era una época de videoclubes convertidos en una mina de oro. Todavía me acuerdo del olor a éxito que tenía aquel minúsculo salón de una galería de Atlántida. Y también recuerdo lo bueno que era maravillarse solamente con la sorpresa de un afiche que prometía dos puños contra el aburrimiento.