I. Me levanté temprano. Para mí, levantarse a las 11 de la mañana es temprano. Sobre todo si es domingo. Prendí la computadora y por inercia, también prendí la tele. Mientras navegaba sin rumbo por Internet, escuchaba las boludeces que decían Muñoz, su hijo y sus secuaces en el programa Deporte Total. “Un saludo al que me vende los quesos en la feria”, dijo el boludo del hijo de Muñoz. “Hijo de tigre, siempre buscando el garrón”, apuró un carcamán del panel de notables periodistas deportivos, riéndose de los saludos. “Que me llame Muñoz no quiere decir que viva de canje”, se defendió Muñoz jr. Si... eso escuchaba de fondo. Tuve que optar: agarraba la tele a patadas o comía algo: me pedí unas empanadas. Llegaron tarde y las comí apurado. Salí para el diario. El calor era sofocante, habían más de treinta grados y el sol pegaba fuerte sobre la ciudad vacía. A las 3 de la tarde tenía que estar en el barrio Maroñas. Allí un grupo de vecinos me esperaba para mostrarme las pésimas condiciones en que vivían. Pertenecen a un complejo habitacional y habían ido por el diario una semana antes, yo les prometí ver con mis ojos todas las porquerías que me describieron. Dimos muchos vueltas antes de llegar. El único que más o menos sabía el camino era yo. Error. Jamás entiendo bien las direcciones por más bien que me las expliquen. Bajé de la camioneta y ahí estaban los vecinos, un grupo de cuatro o cinco personas, que me esperaban como si fuera el salvador del barrio. Todos me hablaban a la vez, me mostraban carpetas con documentos, me ofrecían agua e invitaban a unirse a otras vecinas que tímidamente se asomaban por las ventanas. Recorrimos el lugar. Lo único que quería encontrar eran soretes por el piso. Montañas de soretes tirados por el piso. Fui a eso. Ya tenía el título: Vecinos de Maroñas viven entre el excremento (A los vecinos de Maroñas los tapó la mierda, pensaba yo que era más efectivo). Qué sé yo, algo: casas destruidas, impactos de balas. No. Todo parecía en orden. “Cuando llueve, no sabés cómo se pone, se inunda todo”, me dijo, indignada, una vecina. Si, pero no llovía, hacía un calor de la puta madre, me estaba cagando de calor y todo estaba en orden. Los pajaritos cantaban, los niños jugaban. El fotógrafo, medio caliente, se fue a la camioneta. Yo seguí la recorrida. Escuché las quejas: “ nos pusieron estas barreras y los autos no pueden pasar” “El vecino de allá hace tiempo que no paga” “la vecina de acá es una chusma” “Aquél se droga”. No, de los soretes por el piso nada, ni olor había. Me despedí de todos, y me fui. En el camino pensaba qué carajo iba a escribir.
II. A las 7 de la tarde tenía que estar en el barrio Casabó. (La nota de los soretes tirados por el piso de Maroñas quedaría para más delante. Cuando los haya, quizás) Días atrás habían matado cobardemente al chofer de un ómnibus en ese barrio. Los transportistas amenazaban con no entrar más y los vecinos se reunieron en asamblea reclamando a las autoridades más seguridad. Esta vez el que tenía dudas de cómo llegar era el chofer, así qué, aliviado, me dediqué a mirar el paisaje por la ventanilla. Estábamos en lo alto del Cerro de Montevideo y la vista se presentaba hermosa. La rambla y el mar a mi izquierda y enfrente un enorme y prolijo espacio verde bajo los árboles. En ambos lados mucha gente disfrutaba del día de calor. La playa del cerro era algo así como el pequeño paraíso de los obreros. Bueno, eso fue lo que pensé. Llegamos hasta el comunal 4, una humilde vivienda que en su frente reunía a cientos de personas que escuchaban lo que allí se decía. Alguien hablaba por un micrófono. “No queremos que nos marginen, la pobreza no avergüenza a nadie”, aplaudían. “Somos pobres, pero no somos indigentes”, aplaudían más. Unas muchachas sostenían un cartel con un reclamo confuso que llamó mi atención: “Justicia e Injusticia para Casabó”. Eso, las dos cosas queremos, las dos cosas, con la justicia solo no nos alcanza. Nosotros no andamos con chiquitas, queremos justicia y también injusticia, por las dudas vio. Me acerqué y les pregunté de que iba ese cartel: Justicia para la familia del chofer e injusticia por nosotros que nos quedamos sin ómnibus, me aclararon. Ah, mirá vos, era eso. Igual, el cartel estaba confuso. Las viejas siempre quieren hablar, me acerqué a una de ellas. Asentía con la cabeza cada comentario que salía de los altoparlantes y aplaudía cada tanto. No tardé mucho en entrar en conversación con la señora. Lo qué si tardé fue en sacármela de encima. Me contó la historia de su vida, la de su esposo, la de su hija, la de sus vecinos, y hasta me señaló, muy disimuladamente, quiénes se drogaban con pasta base y en dónde la vendían. Aproveché un momento de aplausos y me fui. Me perdí un rato entre la gente y de repente aparecí sentado en el living de la casa de un tipo con una pata de palo.
III. Se llamaba Efraín, le decían el rengo y la pata de palo no era lo más curioso del tipo. Él afirmaba ser el líder de las Águilas Justicieras, un grupo de autodefensa vecinal. Estaba bastante hecho mierda cómo para ser líder de un grupo que sonaba a cómic de superhéroes. Nuestro birdman criollo era muy flaco, apenas podía caminar y tenía arriba de sesenta años. Prolijamente ubicadas sobre la mesa había una pila de hojas de cuaderno, en ellas y escritas a mano se detallaban todas las acciones que éste escuadrón pretendía realizar. “No es que vayamos a salir encapuchados a matar gente, pero si por acá vuelve un chorro le encajo un tiro sin problemas” me confió Efraín. Había llegado al Casabó hacía un año desde Palma de Mallorca, España, donde pasó diez años de su vida. Era dueño de una Whiskería en el centro y de una empresa que compraba y vendía artículos de pesca. Mientras me hablaba, el movimiento a su alrededor era continuo, entraba y salía gente todo el tiempo. Todos lo atendían a él, el rey de la justicia. Hijos que le traían cigarros, hijos que le traían un cenicero, hijos que le traían una cerveza. Hasta que llegó el hijo que era casi tan héroe como él. También se llamaba Efraín y había sido baleado por unos chorros para robarle un par de championes (Nike, me aclaró la mujer del Rengo, que no paraba de hacer acotaciones). En realidad ese fue el hecho que motivó la creación del comando justiciero. El rengo se puso de pie y me mostró las cicatrices que su hijo tenía en el abdomen. El pendejo ni hablaba, solo exhibía sus heridas de guerra. “Los que le hicieron esto están sueltos y sé por donde andan, esto algún día va a terminar mal”, advirtió el águila justiciera, que siempre andaba acompañado de una 9 milímetros. Estuve un rato más, lo convencí de que se sacara una foto y me fui. La asamblea de vecinos no había terminado.
IV. Escuchaba, entre los vecinos, las últimas palabras que se decían en la asamblea. Uno de los presentes se puso denso, ante cada comentario gritaba “¡Putos!”, “¡Qué van a exigir putos!” “¡Son todos una manga de chupapijas!” Eso fue lo último que alcanzó a decir antes que varios vecinos se lo llevaran. Sonó mi celular, me alejé unos pasos para hablar tranquilo. Era el editor qué quería saber cómo estaba el ambiente y cuánto más iba a durar el encuentro. “Está caldeado”, dije mirando cómo se llevaban a la fuerza al vecino que seguía puteando a lo lejos. Corté y caminaba para acercarme al lugar dónde se concentraba todo la gente, pero alguien me detuvo. Un veterano, de pelo largo, me tomó del brazo y algo agitado me preguntó “¿vos sos periodista, no? No tenía idea de qué venía la mano, pero sospeché que no quería felicitarme por mi abnegada profesión. Ante mi respuesta afirmativa, vino una catarata de reclamos y quejas. Que por qué decís que está caldeado el ambiente, Que por qué no vas y le preguntás a un senador que haría si le violaran o le mataran una hija, y yo qué sé qué puta más. No entendí el reclamo, pero con serenidad le contesté que cuando tuviera la oportunidad le transmitiría esa inquietud a algún senador. Situación: conferencia de prensa, muchos micrófonos y expectativa. El senador va a hablar sobre los avances que se han realizado en las relaciones bilaterales con Argentina por el conflicto de las Plantas de Celulosa. Ahí viene mi pregunta. Doctor, lo saco un minutito del tema, ¿le violaron alguna hija últimamente?. Bueno, cuando tenga la oportunidad, le repetí al veterano. Un par de viejas se sumaron a las puteadas al periodismo, representado, en este caso, por mi persona. Aguanté estoico; mientras, trataba de ubicar con la mirada al fotógrafo. Lo vi, le hice señas, nos fuimos del Casabó.
V. Cuando salí del diario eran más de las 11 de la noche. Me puse los auriculares y encendí el walkman. No alcancé a caminar una cuadra cuando noté que alguien me decía algo. Me quité un auricular y le presté atención. Era un tipo sentado en la vereda pidiéndome una moneda, escarbé en mis bolsillos, le di dos pesos. Di unos pasos más y veo que alguien viene en dirección hacía mi, “flaco tenés un minuto”, dijo. Me detuve. Su aspecto no era el de un lumpen. Rubio y bien vestido, parecía algo cansado. “¿Tenés teléfono en tu casa?”, me preguntó al tiempo que sacaba de una caja un aparato parecido a un zapatófono. Me ahorré la conversación, le di un peso. Estaba por llegar a la Plaza Cagancha y escuché nuevamente las dulces palabras del mangazo. Ésta vez eran dos planchitas, a esa altura y con cierta incredulidad, asumí mi condición de cartón ligador ¡Tres en una cuadra! Es un puto record o qué?!. Los planchas fueron ingeniosos y se dirigieron con mucho respeto. Me convencieron. Les tiré una moneda. Crucé la plaza y ahí fue que lo vi, éste si que era un linyera con nombre y apellido. Era El Linyera. Barbudo, vestido con harapos, sucio, con tres dientes y la piel curtida, pero era joven. Tendría unos 25 años, no más. Venía corriendo, y sí, venía corriendo hacía mi. Estaba a punto de mandarlo a cagar, de empujarlo, de decir basta loco!, llegaste tarde, tardísimo, no me rompas las pelotas. No tengo un puto peso, y si lo tuviera tampoco te lo daba. Todo eso le iba a decir. Pero no, el linyera venía corriendo con felicidad, con una alegría indescriptible y a los gritos. “Mirá flaco, me dio 100 pesos, me dijo que me quería y me dio 100 pesos!” me contó emocionado y me mostró un billete reluciente que lucía algo extraño en sus manos. El tipo solo quería compartir, con quién se cruzara, su felicidad. Me alegré, le dije algo así como “arriba, tenés más guita que yo, gastála bien”, no me acuerdo. Siguió corriendo, alegre, poderoso, feliz, gritando a quién lo quiera escuchar que alguien le había dado 100 pesos y le había dicho que lo quería. Nunca vi a alguien tan contento, lo juro. Y no sé bien por qué, pero él me motivó a escribir todo esto.