Estaba entrando al teatro de Rocha de la mano de mi padre y escuché ese sonido que me paró los pelos de la nuca y los dejó así como eléctricos. Eran los primeros acordes de una canción que ya había escuchado infinitas veces en los cassettes truchos comprados en el Chuy o en los vinilos que mi viejo guardaba en el living de la casa. Pero esta vez el asunto era en vivo, en carne y hueso, con parlantes grandes y tipos moviéndose arriba de un escenario. Los Danger Four empezaban a tocar she loves you y yo, con unos 10 años encima, sabía que esa imagen y ese sonido que me estaquearon el cuerpo significaban algo. Supe que eso era lo más cerca que yo iba a estar jamás de algo parecido a los Beatles.
Con el correr del tiempo mi derrotero por toques en vivo, llamémosles “internacionales”, siempre tuvieron ese común denominador: “esto es lo más cerca que voy a estar” de ver tal banda, me decía a mi mismo tratando de justificar el casi casi somos que admitían ser ciertos conjuntos en decadencia que se dignaban a pisar estas tierras, y que yo religiosamente iba a ver con mi viejo. Así es que la segunda vez que sentí una electricidad parecida a la de aquella vez en Rocha fue cuando fuimos a ver a Creedence Clearwater Revisited en el Teatro Plaza de Montevideo. Otra vez un teatro, cero ambiente rockero en el aire, mucho veterano clase media alta y una banda que mantenía de la mítica formación liderada por John Fogerty solo al baterista original. Con eso nomás ya les daba para currar con casi el mismo nombre por la provincia oriental. Pero a nosotros todo eso nos importaba poco y allí estábamos sentaditos en la primera fila del teatro, recién bañados y esperando que se abra el telón. Y salió el humo, y empezó la música, y lo primero que vi tras la humareda fue a un gordo gigante con bandana en la cabeza y una guitarra colgada que le quedaba como de juguete apoyada contra su humanidad. El gordo empezó a cantar y contra todos los pronósticos sentí esa misma descarga del teatro en Rocha. Otra vez me acordé de sesiones enteras de vinilos en el living de la casa, de cuando con mi hermano jugábamos a ser los Creedence con raquetas de tenis simulando guitarras. Pasó poco rato hasta que mi viejo y yo saltamos de las butacas y empezamos a bailar al ritmo de Down on The Corner o The Midnight Special. Había comunión y complicidad en nuestras caras. Él me había inculcado esa música desde muy chico y yo la adopté con nostalgia prestada. Porque fue tal la pasión y el romanticismo con que metió en mi cabeza la música y la estética de los años sesenta que me costó poco sentir que yo mismo había vivido su época. Siempre disfruté las sensaciones que él vivió en esos años fermentales a través de sus cuentos y de la música. Terminamos muy contentos aquella noche. Hablamos hasta la madrugada de lo bueno que estaban los Creedence y repasamos una y otra vez los detalles del show.
A los pocos años, otra banda mítica y legendaria de los sesenta anunciaba su desembarco en estas orillas. Eran los Beach Boys. Pero, claro, de aquellos Beach Boys que veía en las fotos sepia de los discos no quedaba ni el loro. O sí, alguno quedaba, pero no era Brian Wilson. Obviamente los que quedaban no eran ni el líder ni el más talentoso de la banda. ¿Nos interesaba esto a mi viejo y a mí? Por supuesto que no. Y allá partimos rumbo a Punta del Este con las entradas en la mano. Esta vez la cita era en el Ballroom del Conrad, otro lugar polémico para ver un recital de rock. Tampoco importó. Allí estábamos, sentados en unas sillas muy de restorán fino, contemplando una escenografía cargada de palmeras y tablas de surf en un salón paquete de un hotel estilo Las Vegas. Allí estábamos esperando que la resaca de los Beach Boys salga a escena. Y salieron y todo superó mis expectativas. Esos tipos gordos y viejos enfundados en camisas hawaianas y con gorros tapándoles la pelada representaban lo más cerca que yo iba a estar jamás de los Beach Boys. Había años de historia ahí enfrente. Ellos pisaron las arenas de California en esos años sesenta de los que mi viejo tanto me habló y yo tanto me imaginé. Estuvieron ahí y allí fue que nacieron las canciones que veinte, treinta años después escuché una y otra vez. En eso pensaba cuando los oía cantar Wouldn't it be nice a pocos metros de distancia, con mi viejo sintiendo otra vez esa comunión que no precisa de palabras.
Quizá todo esto venga a cuento porque hace unos días estuvieron por acá los Guns & Roses y se volvió a hablar mucho de las bandas en decadencia que pisan suelo uruguayo, de lo gordo y acabado que estaba su líder y de que estos Guns & Roses ya no son aquellos Guns& Roses. El recital fue en el Estadio Centenario y se montó un mega show con fuegos artificiales, pantalla gigante y escenario gigantesco. Esta vez había ambiente rockero. Guns & Roses fue una banda que miré de reojo en mi adolescencia, con poco interés, pero que con los años le fui prestando más atención. Por eso cuando me enteré que venían a Uruguay ni dudé en sacar la entrada y estar ahí. No fui con mi padre a ese recital. Pero sin embargo sentí que no pude cortar un cordón umbilical: el de la nostalgia prestada. Porque no hubo ni electricidad ni emoción en mi cuerpo. Y extrañé eso.
viernes, abril 02, 2010
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
2 comentarios:
Muy buena obepi. Yo estuve pero del otro lado. Del de tu viejo. Con mis tres hijos. Estuvo bueno para mi. Lástima la hora. Creo que por ese motivo la mayoria no lo disfrutó como se debía.
rucucu
Totalmente Rucu. Nunca en mi vida había "cabeceado" en un recital, pero a las cuatro de la matina, un día de semana y después de horas de espera, ya miraba con cariño a las butacas de la Olímpica.
Abrazo
Publicar un comentario